Conocéis el viejo cuento del Traje Nuevo del Emperador, claro. Ese del sastre que ofrece al poderoso monarca una prenda confeccionada con tan fabulosa tela que los necios no son capaces de verla. Y de cómo el miedo al ridículo de unos y otros encadena la historia hasta dejar al emperador totalmente desnudo, ante la multitud, en mitad del desfile.

Pues ya sabéis que la realidad supera a la ficción. Hace unos días era noticia un escultor italiano, por algo todavía más logrado que lo del sastre del cuento. Copio y pego un titular de prensa:

El artista italiano Salvatore Garau ha conseguido vender una escultura invisible por 15.000 euros. La obra que lleva por nombre ‘Io sono’ (yo soy) es una escultura inmaterial e invisible que no se puede ver ni tocar. El artista argumenta: ¨Yo no he vendido un nada, he vendido un vacío¨”

Este tío es un fiera. 15.000 €. Así, como suena. Conozco gente que no gana eso en un año. No se puede ver, ni tocar. ¿En serio? Ni oler, ya que estamos. Vamos, todo un disfrute para los sentidos y el intelecto del comprador. Pero con él no nos vamos a meter aquí, el pobre ya ha soltado esos 15.000 € por el derecho a poseer… ¿nada? Eso sí, a esa valiosa nada (o “vacío”, que dice nuestro colega italiano) le tiene que reservar un espacio en una habitación según estrictas indicaciones del artista. Encima la nada tiene sus exigencias.

Uno trata de imaginarse el proceso: El comprador que llega a la galería y explica que está pensando en no poner un cuadro sobre el sillón de la sala, o quizás en no colocar una escultura en mitad del hall. Y el galerista, solícito, respondiéndole que tiene al artista que necesita, un genio muy prometedor, que por muy buen precio va a no venderle nada y que ya verá como no se arrepiente de la inversión.

Pero la cosa no acaba aquí, pues sólo dos días después otro artista aparece nuevamente en los titulares de las noticias. Esta vez se trata del pintor valenciano Antonio de Felipe, un señor que imita el Pop americano de los 60. Ha sido condenado por la la Audiencia Provincial de Madrid a incluir en 221 cuadros la firma de una exempleada que le pintaba sus obras. Según el fallo del tribunal, durante 10 años una artista japonesa estuvo ejecutando, en parte o en su práctica totalidad, las creativas ideas de este pintor. Él le dictaba el tema y el estilo, a veces si estaba trabajador hasta le hacía un croquis. Ella pintaba la obra, y luego él si sacaba tiempo añadía algún retoque final.

No hablamos aquí del joven aprendiz de taller de los antiguos gremios. Ni es una chavalilla, ni se le enseña un oficio que ya tiene. Y desde luego 10 años son muchos años (¡225 obras!) No. Lo que nos cuenta la historia es un absoluto desprecio por el trabajo de plasmar la obra, de lo que supone pasar de una idea a su ejecución. Por supuesto lo va a recurrir al supremo, a ver si le van a decir a él que tiene que hacer un trabajo para poder firmar que lo ha hecho.

Algo está muy enfermo en el mercado del arte moderno. Lleva demasiado tiempo siendo una herramienta de especulación para capitales no siempre limpios. Y en el proceso, para que no se note demasiado, endiosamos al artista hasta hacerlo intocable, conceptualizamos la obra hasta hacerla intangible. Lo que fue oficio se convierte en don, el trabajo real y la técnica se menosprecian, la ejecución de la obra se hace innecesaria o secundaria porque sólo la idea (y el capital invertido) importan. ¿Que en realidad a nadie le gustan? Ni caso, pobres necios…

Así que ahí continúa el emperador: en pelota picada. En el cuento, es un niño quien se atreve a rebelar su desnudez. Las niñas y niños no quieren que les hagas el dibujo, sólo que les enseñes. ¿Cómo si no poder sentirte satisfecho de tu obra? Saben mucho.

Por mi parte, como suelo decir a menudo, moriré pobre. Cultivo el oficio porque me gusta hacerlo. Disfruto del lápiz y del color, del barro y del yeso. Así que, tras darle vueltas, he decidido que no quiero ser artista. Desde luego, no como éstos.

¿Será que sigo siendo un poco niño?

No quiero ser un artista
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